Prólogo
Descalzo y encadenado caminaba sobre las filosas piedras rumbo a Melgir, la
peor prisión de los cinco reinos. Lo único que nos demostraba a los prisioneros
que estábamos vivos eran las llagas de nuestros pies y la carne cortada por los
latigazos de los guardias.
A lo lejos divisé como se alzaba imponente lo que sería mi nueva morada.
Miré los rostros de los demás hombres que venían conmigo, en sus rostros ya no
había resignación, no había dolor, no había nada.
Por fuera el frío de las montañas congelaba los huesos. Dentro el calor era
sofocante. Las celdas eran cubículos individuales, cuadradas de un metro
cincuenta por un metros cincuenta, sin ventanas. Tales dimensiones eran parte
del castigo. Imaginen que ese solo espacio era mi mundo, peor aún si tienen en
cuenta que yo mido cerca de los dos metros. La comida y agua se daba una vez al
día a través de una compuerta de la celda, el horario era rotativo, imagino que
para que jamás sepamos la hora exacta. En aquel sitio no existía ni el día ni
la noche, solo paredes de piedra revestidos de metal.
Los castigos no terminaban allí. Asiduamente los guardias azotaban y
golpeaban a los hombres o entraban de a grupos a las celdas de las mujeres para
violarlas. Tan extremos eran los castigos que muchos morían, hombres y mujeres
por igual. Siempre era similar se escuchaban los gritos de dolor y luego pasos
arrastrando pesadamente los cuerpos. Pero ellos no eran los desafortunados,
esos éramos nosotros, los que vivíamos envidiábamos a los muertos.
Una vez a la semana por una hora nos sacaban al patio para hacer ejercicio
que consistía en caminar en rondas hombres por un lado y mujeres por otro, sin
contacto. Era el único momento en que algo de aire puro entraba en los
pulmones.
Luego de nuevo en la celda, la única realidad eran las cuatro paredes, los
lamentos y suplicas de los prisioneros.
Aquellos bendecidos por los dioses morían en un par de días, otros en un
par de semanas. Los que llegaban a vivir varios meses por lo general habían
enloquecido y se los ejecutaba. Pero a los que los dioses ignoraban, como a mí,
llegábamos a vivir el año. En ocasiones se ejecutaban personas para hacer lugar
a nuevos prisioneros. Lo que se oía era los guardias abrir la celda y entonces
sabias que era tu hora.
Un día me sucedió a mí, oí las llaves entrar en las cerraduras y ver tres
guardias entrar. Entonces lo supe, no se iba a tratar de un castigo físico,
tampoco era el momento del ejercicio, en realidad se trataba de que los dioses
habían cortado el hilo de mi vida, se trataba de que me había llegado la hora.
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