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martes, 25 de febrero de 2014

La redención de Barrok


Prólogo

 

Descalzo y encadenado caminaba sobre las filosas piedras rumbo a Melgir, la peor prisión de los cinco reinos. Lo único que nos demostraba a los prisioneros que estábamos vivos eran las llagas de nuestros pies y la carne cortada por los latigazos de los guardias.

A lo lejos divisé como se alzaba imponente lo que sería mi nueva morada. Miré los rostros de los demás hombres que venían conmigo, en sus rostros ya no había resignación, no había dolor, no había nada.

Por fuera el frío de las montañas congelaba los huesos. Dentro el calor era sofocante. Las celdas eran cubículos individuales, cuadradas de un metro cincuenta por un metros cincuenta, sin ventanas. Tales dimensiones eran parte del castigo. Imaginen que ese solo espacio era mi mundo, peor aún si tienen en cuenta que yo mido cerca de los dos metros. La comida y agua se daba una vez al día a través de una compuerta de la celda, el horario era rotativo, imagino que para que jamás sepamos la hora exacta. En aquel sitio no existía ni el día ni la noche, solo paredes de piedra revestidos de metal.

Los castigos no terminaban allí. Asiduamente los guardias azotaban y golpeaban a los hombres o entraban de a grupos a las celdas de las mujeres para violarlas. Tan extremos eran los castigos que muchos morían, hombres y mujeres por igual. Siempre era similar se escuchaban los gritos de dolor y luego pasos arrastrando pesadamente los cuerpos. Pero ellos no eran los desafortunados, esos éramos nosotros, los que vivíamos envidiábamos a los muertos.

Una vez a la semana por una hora nos sacaban al patio para hacer ejercicio que consistía en caminar en rondas hombres por un lado y mujeres por otro, sin contacto. Era el único momento en que algo de aire puro entraba en los pulmones.

Luego de nuevo en la celda, la única realidad eran las cuatro paredes, los lamentos y suplicas de los prisioneros.

Aquellos bendecidos por los dioses morían en un par de días, otros en un par de semanas. Los que llegaban a vivir varios meses por lo general habían enloquecido y se los ejecutaba. Pero a los que los dioses ignoraban, como a mí, llegábamos a vivir el año. En ocasiones se ejecutaban personas para hacer lugar a nuevos prisioneros. Lo que se oía era los guardias abrir la celda y entonces sabias que era tu hora.

Un día me sucedió a mí, oí las llaves entrar en las cerraduras y ver tres guardias entrar. Entonces lo supe, no se iba a tratar de un castigo físico, tampoco era el momento del ejercicio, en realidad se trataba de que los dioses habían cortado el hilo de mi vida, se trataba de que me había llegado la hora.  

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